Juramento Yaqui



Para ti no habrá sol, para ti no habrá muerte,
para ti no habrá dolor, para ti no habrá calor,
ni sed, ni hambre, ni lluvia, ni aire, ni enfermedad, ni familia.

Nada te causará temor, todo ha terminado para ti,
excepto una cosa: HACER TU TRABAJO.

En el puesto que has sido asignado,
ahí te quedarás para la defensa de tu nación,
de tu gente, de tu raza, de tus costumbres, de tu religión.

¡ Juras cumplir con el divino mandato !

Con estas palabras, los capitanes yaquis dan autoridad a los nuevos oficiales, quienes agachan sus cabezas y responden: ehui (Si)

¿Escuchas el silbato?


"Escuchábamos historias de lo que le estaba sucediendo a los judíos, pero intentábamos distanciarnos de ello, porque ¿qué se podía hacer para pararlo?
   Todos los domingos por la mañana escuchábamos el silbato del tren sonando en la distancia, y después las ruedas sobre las vías. Nos afectaba cuando escuchábamos gritos que provenían del tren al pasar junto a nosotros. ¡Nos dimos cuenta de que llevaban a los judíos como a ganado en los vagones!
   Semana tras semana el silbato sonaba. Sentíamos pavor de escuchar el sonido de aquellas ruedas sabíamos que escucharíamos los gritos de los judíos de camino al campo de exterminio. Sus alaridos nos atormentaban.
   Sabíamos cuándo venía el tren y cuando escuchábamos el sonido del silbato empezábamos a cantar himnos. Cuando el tren pasaba por nuestra iglesia, cantábamos con toda la fuerza de nuestras voces. Si escuchábamos los alaridos, cantábamos aún más alto y pronto dejábamos de escucharlos.
   Han pasado los años y ya nadie habla de ello, pero yo sigo escuchando aquel silbato del tren en sueños."

Tomado de "¿Cómo matar a 11 millones de personas?" de Andy Andrews




Oda a la Pobreza // Pablo Neruda


Oda a la Pobreza,  Pablo Neruda

Cuando nací,
pobreza,

me seguiste,
me mirabas
a través
de las tablas podridas

por el profundo invierno.
De pronto
eran tus ojos
los que miraban desde los agujeros.
Las goteras,
de noche,
repetían
tu nombre y tu apellido
o a veces
el salero quebrado,
el traje roto,
los zapatos abiertos,
me advertían.
Allí estaban
acechándome
tus dientes de carcoma,
tus ojos de pantano,
tu lengua gris
que corta
la ropa, la madera,
los huesos y la sangre,
allí estabas
buscándome,
siguiéndome
desde mi nacimiento
por las calles.
Cuando alquile una pieza
pequeña, en los suburbios,
sentada en una silla
me esperabas,
o al descorrer las sabanas
de un hotel oscuro,
adolescente,
no encontré la fragancia
de la rosa desnuda,
sino el silbido frió
de tu boca.
Pobreza
me seguiste
por los cuarteles y los hospitales,
por la paz y la guerra.
Cuando enferme tocaron
a la puerta:
no era el doctor, entraba
otra vez la pobreza.
Te vi sacar mis muebles
a la calle:
los hombres
los dejaban caer como pedradas.
Tu, con amor horrible,
de un montón de abandono
en medio de la calle y de la lluvia
ibas haciendo
un trono desdentado
y mirando a los pobres
recogías
mi ultimo plato haciéndolo diadema.
Ahora,
pobreza,
yo te sigo.
Como fuiste implacable,
soy implacable.
Junto
a cada pobre
me encontraras cantando,
bajo cada sabana
de hospital imposible
encontraras mi canto.
Te sigo,
pobreza,
te vigilo,
te cerco,
te disparo,
te aislo,
te cerceno las uñas,
te rompo
los dientes que te quedan.
Estoy
en todas partes:
en el océano con los pescadores,
en la mina
los hombres
al limpiarse la frente,
secarse el sudor negro, encuentran
mis poemas.
Yo salgo cada día
con la obrera textil.
Tengo las manos blancas
de dar el pan en las panaderías.
Donde vayas,
pobreza,
mi canto
esta cantando,
mi vida
esta viviendo,
mi sangre
esta luchando.
Derrotare
tus pálidas banderas
en donde se levanten.
Otros poetas
antaño te llamaron
santa,
veneraron tu capa,
se alimentaron de humo
y desaparecieron.
Yo
te desafió,
con duros versos te golpeo el rostro,
te embarco y te destierro.
Yo con otros,
con otros , muchos otros,
te vamos expulsando
de la tierra a la luna
para que allí te quedes
fría y encarcelada
mirando por un ojo
el pan y los racimos
que cubrirán la tierra
de mañana

Vamos hacia la vida // Ricardo Flores Magón


     No vamos los revolucionarios en pos de una quimera: vamos en pos de la realidad. Los pueblos ya no toman las armas para imponer un dios o una religión, los dioses se pudren en los libros sagrados; las religiones se deslíen en las sombras de la indiferencia. El Corán, los Vedas, la Biblia, ya no esplenden: en sus hojas amarillentas agonizan los dioses tristes como el sol en un crepúsculo de invierno.

Vamos hacia la vida. Ayer fue el cielo el objetivo de los pueblos: ahora es la tierra. Ya no hay manos que empuñen las lanzas de los caballeros. La cimitarra de Alí yace en las vitrinas de los museos. Las hordas del dios de Israel se hacen ateas. El polvo de los dogmas va desapareciendo al soplo de los años.

Los pueblos ya no se rebelan, porque prefieren adorar un dios en vez de otro. Las grandes conmociones sociales que tuvieron su génesis en las religiones, han quedado petrificadas en la historia. La Revolución francesa conquistó el derecho de pensar; pero no conquistó el derecho de vivir, y a tomar este derecho se disponen los hombres conscientes de todos los países y de todas las razas.

Todos tenemos derecho de vivir, dicen los pensadores, y esta doctrina humana ha llegado al corazón de la gleba como un rocío bienhechor. Vivir, para el hombre, no significa vegetar. Vivir significa ser libre y ser feliz. Tenemos, pues, todos derecho a la libertad y a la felicidad.

La desigualdad social murió en teoría al morir la metafísica por la rebeldía del pensamiento. Es necesario que muera en la práctica. A este fin encaminan sus esfuerzos todos los hombres libres de la tierra.

He aquí por qué los revolucionarios no vamos en pos de una quimera. No luchamos por abstracciones, sino por materlalidades. Queremos tierra para todos, para todos pan. Ya que forzosamente ha de correr sangre, que las conquistas que se obtengan beneficien a todos y no a determinada casta social.

Por eso nos escuchan las multitudes; por eso nuestra voz llega hasta las masas y las sacude y las despierta, y, pobres como somos, podemos levantar un pueblo.

Somos la plebe; pero no la plebe de los Faraones, mustia y doliente; ni la plebe de los Césares, abyecta y servil; ni la plebe que bate palmas al paso de Porfirio Díaz. Somos la plebe rebelde al yugo; somos la plebe de Espartaco, la plebe que con Munzer proclama la igualdad, la plebe que con Camilo Desmoulins aplasta la Bastilla, la plebe que con Hidalgo incendia Granaditas, somos la plebe que con Juárez sostiene la Reforma.

Somos la plebe que despierta en medio de la francachela de los hartos y arroja a los cuatro vientos como Un trueno esta frase formidable: ¡Todos tenemos derecho a ser libres y felices!. Y el pueblo, que ya no espera que descienda a algún Sinaí la palabra de Dios grabada en unas tablas, nos escucha. Debajo de las burdas telas se inflaman los corazones de los leales. En las negras pocilgas, donde se amontonan y pudren los que fabrican la felicidad de los de arriba, entra un rayo de esperanza. En los surcos medita el peón. En el vientre de la Tierra el minero repite la frase a sus compañeros de cadenas. Por todas partes se escucha la respiración anhelosa de los que van a rebelarse. En la obscuridad, mil manos nerviosas acarician el arma y mil pechos impacientes consideran siglos los días que faltan para que se escuche este grito de hombres: ¡rebeldía!

El miedo huye de los pechos: sólo los viles lo guardan. El miedo es un fardo pesado, del que se despojan los valientes que se avergüenzan de ser bestias de carga. Los fardos obligan a encorvarse, y los valientes quieren andar erguidos. Si hay que soportar algún peso, que sea un peso digno de titanes; que sea el peso del mundo o de un universo de responsabilidades.

¡Sumisión! es el grito de los viles; ¡rebeldía! es el grito de los hombres. Luzbel, rebelde, es más digno que el esbirro Gabriel, sumiso.

Bienaventurados los corazones donde enraiza la protesta. ¡Indisciplina y rebeldía!, bellas flores que no han sido debidamente cultivadas.

Los timoratos palidecen de miedo y los hombres serios se escandalizan al oír nuestras palabras; los timoratos y los hombres serios de mañana las aplaudirán. Los timoratos y los serios de hoy, que adoran a Cristo, fueron los mismos que ayer lo condenaron y lo crucificaron por rebelde. Los que hoy levantan estatuas a los hombres de genio, fueron los que ayer los persiguieron, los cargaron de cadenas o los echaron a la hoguera. Los que torturaron a Galileo y le exigieron su retractación, hoy lo glorifican; los que quemaron vivo a Giordano Bruno, hoy lo admiran; las manos que tiraron de la cuerda que ahorcó a John Brown, el generoso defensor de los negros, fueron las mismas que más tarde rompieron las cadenas de la esclavitud por la guerra de secesión; los que ayer condenaron, excomulgaron y degradaron a Hidalgo, hoy lo veneran; las manos temblorosas que llevaron la cicuta a los labios de Sócrates, escriben hoy llorosas apologías de ese titán del pensamiento.

Todo hombre -dice Carlos Malato- es a la vez el reaccionario de otro hombre y el revolucionario de otro también.

Para los reaccionarios -hombres serios de hoy- somos revolucionarios; para los revolucionarios de mañana nuestros actos habrán sido de hombres serios. Las ideas de la humanidad varian siempre en el sentido del progreso, y es absurdo pretender que sean inmutables como las figuras de las plantas y los animales impresas en las capas geológicas.

Pero si los timoratos y los hombres serios palidecen de miedo y se escandalizan con nuestra doctrina, la gleba se alienta. Los rostros que la miseria y el dolor han hecho feos, se transfiguran; por las mejillas tostadas ya no corren lágrimas; se humanizan las caras, todavía mejor, se divinizan, animadas por el fuego sagrado de la rebelión. ¿Qué escultor ha esculpido jamás un héroe feo? ¿Qué pintor ha dejado en el lienzo la figura deforme de algún héroe? Hay una luz misteriosa que envuelve a los héroes y los hace deslumbradores. Hidalgo, Juárez, Morelos, Zaragoza, deslumbran como soles. Los griegos colocaban a sus héroes entre los semidioses.

Vamos hacia la vida; por eso se alienta la gleba, por eso ha despertado el gigante y por eso no retroceden los bravos. Desde su Olimpo, fabricado sobre las piedras de Chapultepec, un Júpiter de zarzuela pone precio a las cabezas de los que luchan; sus manos viejas firman sentencias de canibales; sus canas deshonradas se rizan como los pelos de un lobo atacado de rabia. Deshonra de la ancianidad, este viejo perverso se aferra a la vida con la desesperación de un náufrago. Ha quitado la vida a miles de hombres y lucha a brazo partido con la muerte para no perder la suya.

No importa; los revolucionarios vamos adelante. El abismo no nos detiene: el agua es más bella despeñándose.

Si morimos, moriremos como soles: despidiendo luz.

Transferencia // Hamlet Lima Quintana


Despues de todo, la muerte es una gran farsante.
La muerte miente cuando anuncia que se robará la vida,
como si se pudiera cortar la primavera.
Porque al final de cuentas,
la muerte sólo puede robarnos el tiempo,
las oportunidades de sonreír,
de comer una manzana,
de decir un discurso,
de pisar el suelo que se ama,
de encender el amor de cada día.
De dar la mano, de tocar la guitarra,
de transmitir esperanza.
Sólo nos cambia los espacios.
Los lugares donde extender el cuerpo,
bailar bajo la luna o cruzar a nado un río.
Habitar una cama, llegar a otra vereda,
sentarse en una rama,
descolgarse cantando de todas las ventanas.
Eso puede hacer la muerte.
¿Pero robar la vida?… Robar la vida no puede.
No puede concretar esa farsa… porque la vida…
la vida es una antorcha que va de mano en mano,
de hombre a hombre, de semilla en semilla,
una transferencia que no tiene regreso,
un infinito viaje hacia el futuro,
como una luz que aparta
irremediablemente las tinieblas.

Hamlet Lima Quintana
Transferencia

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